Un día sin saber por qué a todo se le acaba cogiendo manía. A tu casa, a los estudios, a la ciudad en la que vives y hasta a los amigos. Ellos también suponen un freno. Así que te planteas empezar a dejar de verlos para evitar que interfieran en la decisión tomada.
Esa mañana te levantas detestándolo todo. Una fuerza interior te exige poner pies en polvorosa y buscas para despedirte un lugar que recordarás siempre. Desde lo alto del monte Archanda gritas a pleno pulmón: ¡Bilbao, ahí te quedas! No hay un eco que devuelva tu última llamada de auxilio. Así que solitario fumas un cigarrillo, para ti el de la despedida, mientras contemplas el bocho, esa inmensa hondonada en la que cabe el Nervión, entonces una ría color chocolate, San Mamés, la catedral del fútbol, y poco más.
La ciudad se ve cada vez más lejana como un plano que se desdibuja. Hay niebla en los ojos. Ves caer la noche sobre las casas, incluida la tuya, que se iluminan gradualmente. Abajo serpentean luces por las carreteras circundantes, los faros de los automóviles van señalando el camino de regreso a casa. Sobre las aguas de la ría los potentes focos de un trasatlántico anuncian que emprende una larga travesía. Un viaje del que no te importaría formar parte.
Ahí en lo alto, con la ciudad a los pies, un gran vacío te devora. De golpe lo dejas todo, amigos, familia, una forma de vivir y te resistes aunque la decisión, sin ser tu plenamente consciente, ya ha sido tomada.
Te decides a bajar del monte, tomando el funicular rojo y blanco que repta como un caracol llevando en su interior familias alegres y parejas de enamorados. Miras por la ventanilla contemplando miles de lucecitas tras las que imaginas una vida feliz y subes la vista hasta la ladera del monte, una mancha incierta, y más arriba el cielo estrellado te anuncia el final del día.