¡A comer!
Es el grito de guerra de mamá. Tirado en el suelo hago como si no la escuchara. Sigo emperrado en poner en pie mis soldados de plomo. Basta un simple estremecimiento de la tarima para que se desplomen y me coja una rabieta de llanto y mocos. Ya tengo la infantería preparada. Solo me falta situar al enemigo en un alto para lo que utilizo como colina una caja de zapatos a la que he elevado en punta por uno de sus extremos.
¡La sopa se enfría!
La voz agria y avejentada de mamá flota en el pasillo. Me demoro en acudir hasta desesperarla. Cuando le hago perder el control soy feliz. Uno de los soldados no ha podido aguantar mis carcajadas y se despeña colina abajo. Ha sido un lamentable accidente y sólo hay un culpable: mamá. Siempre cuando estoy en lo mejor me llama, no cesa de interrumpirme y luego me cuesta acordarme de donde estaban y que posiciones ocupaban mis valientes.
¡A comer!
No se dará cuenta de que ya no soy un niño. Veo mis viejos juguetes descoloridos y no sé si echarme a llorar.
- Hijo, te comportas igual que si fueras un niño. Nunca contestas cuando te llamo.
- Perdona. Estaba en la habitación y, ya sabes, he empezado a acordarme de aquellos tiempos de cuando jugaba feliz en mi cuarto.
- Tu padre decía: este chico tiene madera. Se te escuchaba en toda la casa dar órdenes como un general.
- No olvido aquellos sermones de papá. Sobre todo aquella cantinela de que algún día serás mayor y te irás de casa para hacerte un hombre de provecho. Y ahora, mírame: con bastantes años más y mano sobre mano.
- Hijo, la vida da muchas vueltas.
- Yo sólo retrocedo, mamá. El porvenir se me escapó de las manos.
En la cocina la madre y el hijo se contemplan ante el plato de sopa con menudillos.
Con lo a gusto que estaba en casa, disfrutando de mi retiro y me aparece este hijo, sin oficio ni beneficio. Hasta la novia le ha dejado. Su padre le creía un talento. Se va a enterar de lo que es venir a refugiarse bajo mis faldas.
- Tu padre estaba muy orgulloso de ti. Siempre dijo que llegarías donde te lo propusieras. Vendrán tiempos mejores.
- Voy a cumplir los treinta, mamá, y esto me parece surrealista. Verme de nuevo en mi habitación, con los póster de hace doce años en la pared, es para volverse majara.
- Hijo, no me hagas hablar o lo lamentarás.
- Mamá, has cegado mi ventana.
- Debes conformarte, es lo que hay.
- Tú, en cambio, tienes una habitación grande y soleada. Con una ventana por la que entra el canto de los pájaros.
- ¿No querrás que te ceda mi habitación?
- Al fin y al cabo estás sola.
- Eso es lo que tú no sabes. Nos dejaste hace mucho tiempo.
Avergonzado el hijo cambia de tema.
- Mamá, ni siquiera me alcanza para el autobús. Necesitaré un adelanto.
- ¿Qué haces con el dinero?
- Acuérdate de que no me han devuelto la fianza del piso por largarme antes de finalizar contrato. Sabían que no podía pagar y se han aprovechado. Además, he tenido que saldar muchas deudas.
- Miraré que puedo rascar de la pensión de viudedad. Pero que se te meta en la cabeza que mis ahorros son sagrados. Te doy un adelanto y punto.
- ¿Qué sucede, mamá? ¿Acaso tienes algo grave? ¿Tal vez me ocultas que te estás muriendo para no entristecerme?
- Cuando te iban bien las cosas apenas te molestabas en telefonear a una pobre vieja sola. Tus llamadas se fueron espaciando. Hasta dejaste de venir a visitarme.
- No sé a donde quieres llegar.
- Sólo acudes a mi cuando te sientes inútil. Lo haces ahora que estás a punto de perderlo todo.
- Esta situación es sólo temporal. Ten paciencia. ¿No has pensado en incinerarte? Sería un ahorro muy grande.
- Mira que eres egoísta. Quiero reposar al lado de tu padre. Espero que respetes mi deseo. A ver si cuando muera dejas que me pudra en el suelo como un perro. Me da mucho miedo eso de que me quemen, me reduzcan a cenizas y acabar siendo un puñado de polvo en una urna.
- ¿Acaso prefieres que te devoren los gusanos?
- Anda, termínate la sopa que me estás cansando.
- Sí, mamá.
Mamá dice que mi habitación ha de tenerla dispuesta por si mete un inquilino.
No sé como quitármelo de encima. Quiero disfrutar en paz los años que me quedan. Aún lo estoy viendo, como si fuera ayer, cuando salió por esa puerta. Iba exultante como un capitán general. Y tenía motivos para creérselo. Arrastraba la arrogancia de sus 18 años. Le había fichado una multinacional. Su padre no cabía en si de gozo. Pero las madres tenemos un sexto sentido. Por desgracia, aunque tarde, el tiempo me ha dado la razón: este hijo mío no tiene donde caerse muerto. No hay que más que ver lo mal vestido que va. Siempre con el mismo jersey y esos pantalones con brillos, por no hablar de esos zapatos tan agrietados que ni el betún los disimula. Todavía no le he visto salir a una entrevista de trabajo. Que se vaya preparando. Esta no es una casa de caridad.
Para qué apurarme. Tengo casa y un plato caliente. Ahora que mamá ha salido voy a curiosear. Al mover un cuadro del salón descubre una caja fuerte. Gira la combinación pero no se abre. Debajo de la cama del dormitorio de su madre asoman las punteras de unos zapatos. Son del 43. Su padre tenía un pie pequeño. Al escuchar la llave en la cerradura corre al comedor. Su madre le sorprende.
- Te rogaría que dejaras de fisgar. Estás en casa como acogido. No lo olvides. En cuanto tengas algo decente te largas con viento fresco.
- Hay que ver como te han cambiado los años. Que rara te has vuelto
- No lo sabes bien, hijo mío.
Es la hora del desayuno. Sobre la mesa de la cocina hay una bandeja de pasteles. La madre prepara café. Al rato aparece el hijo, somnoliento, con un pijama que le queda corto.
- Mamá, te he traído algo para compensarte.
- No debiste molestarte. Desde hace año y medio soy diabética.
- ¿Y eso?
- Hijo ya viuda me volví muy golosa. Pasaba por una pastelería y dulces para casa. Hasta que el médico dio la voz de alarma.
- ¿Pudiste quedarte ciega?
- Mejor hubiera sido para no verte.
- ¡Mamá!
- ¿Que pensabas? Que te iba a recibir con los brazos abiertos. Yo ya tenía mi vida más que resuelta. Hasta me había acostumbrado a vivir con mis rarezas. De niño eras insoportable y ahora un tormento.
- Cómo puedes ser tan cruel y tan mezquina. A veces no te reconozco.
- Me estás robando mi tiempo, lo que me queda de vida.
Hoy he conocido al sustituto de mi padre. Apareció de improviso de regreso de un viaje cuando mi madre no estaba en casa. Abrió con su propia llave.
- Tú debes ser el hijo pródigo. Como verás mis pertenencias están por toda la casa. Tu madre y yo vamos a casarnos, aunque ya es como si lo estuviéramos.
Al poco de aparecer él no tardó en llegar mi madre. No pareció sorprendida de que estuviéramos juntos. Incluso me dijo:
- Este es Gustavo, calza el 43 que viste bajo mi cama.
- ¿Qué quieres decir?
- A buen entendedor…
Para que molestarme en responder. Le aticé al hombre tan fuerte que perdió el conocimiento. Luego sólo tuve que ordenarle a mamá que me revelara la combinación de la caja fuerte.
- Si no lo haces despídete de él.
- Es un buen hombre. No lo maltrates.
En la caja encontré dinero suficiente para ausentarme de la ciudad.
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