La niña entró en la adolescencia como el cuchillo penetra en la carne. La página de sucesos del periódico pasó a convertirse en su Biblia particular. Con unas tijeras largas y afiladas recortaba los crímenes hasta llenar un álbum; luego, lo encuadernaba y aspiraba el olor de la sangre, el sexo y las vísceras.
Antes de entrar en la difícil adolescencia era una niña extremadamente dulce; de esas que recogen en su regazo un pájaro con las alas rotas y lo anegan de lágrimas. Cuando se vale por si solo lo echan a volar y mientras disfrutan con su alegre batir de alas rebrotan las lágrimas. Rubia como un ángel y de intensos ojos azules, sus progenitores creían a Rosa una estrella en un firmamento limpio. Fue a los doce años, al romper la pubertad, cuando empezó a excitarle el mal. Lourdes pelo ensortijado y ojos verdes fue su obsesión. Compañera de instituto, tenía la cara radiante pero el cuerpo se le afeaba en unas anchas caderas que contrastaban con sus hombros escurridos. Su andar patoso la delataba.
Una noche insomne llegó la señal. Rosa saltó de la cama y se plantó en la mullida alfombra. Todo el cuerpo le temblaba. Se vistió con apresuramiento sin atreverse a mirarse al espejo, un espejo gigantesco que le devolvía su imagen quintuplicada. Bajó de puntillas, los pies menudos flotando sobre la escalera, hasta el despacho de su padre. El abrecartas brillaba sobre la mesa como oro líquido. Lo cogió con su mano infantil y salió al porche. Con premura se deslizó por el paseo ajardinado tenuemente iluminado por farolas isabelinas. El abrecartas encerrado en el puño como un frágil tesoro emitía destellos dorados cuando abría sus ágiles dedos.
A doscientos metros, en línea recta, estaba la casa de Lourdes. Una mansión señorial sobre cuya fachada la madreselva se enredaba en un discurrir sin fin. Sus pies menudos flotan por la vereda bajo la luna llena. Su compañera dormía plácidamente, los brazos cruzados sobre el pecho, el pelo ensortijado caído sobre las cejas tan negras como el carbón. Un hilillo de baba escurre por las comisuras de sus labios carnosos; la fuerza de Lourdes está en esos labios rotundos que se abren como una planta carnívora. La desmañada adolescente cuando habla parece que fuera a devorar a su interlocutor. En el recreo, escondida tras un rododendro, Rosa se extasía con el fluir de esos labios gruesos y rojizos; unos labios que le causan un inexplicable temor cuando sonríen.
Pisa la hojarasca y siente como se deshace en partículas de polvo bajo sus pies menudos. Con decisión trepa por la húmeda fachada, las manitas arrancando trozos de madreselva; lleva el abrecartas sujeto en la boca como un pirata que trepara al palo mayor. Un golpe seco en la ventana sobresalta a Lourdes y le hace abrir sus verdes ojos asombrados bajo unas pestañas largas y rizadas. Sentada en la cama escucha un repiqueteo insistente de unos frágiles nudillos que confunde con la lluvia. Con decisión pega su rostro al cristal. No llueve. En lo alto la luna llena parece jugar entre las nubes. Encaramado en el alféizar le sorprende el cuerpo grácil y menudo de la extraña compañera de instituto. Al reconocerla da un tímido paso hacia atrás. Animada por su angelical sonrisa abre la ventana.
Rosa da un salto al interior y empieza a jadear de manera convulsa sobre la mullida alfombra. Su mano infantil se abre como una flor. El abrecartas resplandece. Con un certero impulso lo deja prendido en el tierno corazón de Lourdes, que se desploma sin un gemido. Arrodillada ante su obra avista el círculo blanco corriendo desesperado hacia el Norte. Como un ángel sale por la ventana que deja entreabierta. A la mañana siguiente despierta en su lecho con un fuerte dolor de cabeza. Su padre está postrado en su butaca azul, la cabeza cana hundida entre las hojas del periódico; su madre, apoyada en la cómoda, sostiene un arrugado pañuelo entre las manos.
-¿Qué sucede?- pregunta con la voz apostada de quien regresa de un sueño.
- Una chica de tu colegio ha sido asesinada- le anuncia su padre, la voz quebrada, la cabeza oculta en el periódico.
- Dicen que un abrecartas le partió el corazón.
- Pobre niña! ¡Qué muerte más horrible!- suspira la madre, la punta del pañuelo clavada en el lagrimal.
Y añade:
-Hoy no quiero que salgas de casa, ángel mío. La muerte acecha.
Apenas acabada la frase retumba la aldaba de bronce.
Su madre mira con ojos de espanto al comisario. Sin dar las buenas noches ha preguntado por la existencia de un abrecartas chapado en oro.
-Tengo uno igual en el escritorio y ahí seguirá- responde la inocente voz el padre.
No tarda en regresar, demudado y envejecido; las manos vacías balanceándose hacia el techo. El grito de histeria de la madre hace vibrar los cristales de las ventanas.
”...Lourdes Nombela era el ala de mosca arrancada por un niño una tarde de aburrimiento; el muñeco destrozado contra la pared en un momento de ofuscación; la gota de sangre que brota del suelo cuando se rompe un espejo...” Adolfo Oyarzun, el psiquiatra, siente un placer inexplicable con esta lectura, es como el gozo que experimenta el entomólogo ante un insecto que creía extinguido. El diario le fue entregado por la policía junto con el album de recortes sangrientos de Rosita Cintrón.
El primer recorte procede del tablón de avisos del instituto. Con el encabezamiento de A nuestro querido alumno se prendió en el corcho una hoja del periódico local. Mario Cantón hallado desnudo con la cabeza en el río, leyeron alumnos y profesores en el rojo titular. Rosita Cintrón quedó petrificada ante la visión de aquella hoja mágica encerrada en la vitrina de cristal iluminada con una pequeña fluorescente y protegida con un candado que parecía de juguete.
Alumnos y profesores alertados por la trágica noticia cabeceaban histéricos ante el panel. A punto de perecer por aplastamiento la niña fue ganando terreno a fuerza de voluntariosos y certeros codazos en estómagos, glúteos y genitales. Al final de la tarde, el pasillo solitario, se quedó transpuesta ante el recordatorio de Mario Cantón. Bajo la hoja de sucesos, fuera de la vitrina, colgaba un manojo de folios blancos encabezados por la rúbrica del director del instituto. No firmó. Hipnotizada leyó una y otra vez la secuencia de los hechos: “Un pescador encontró en la tarde de ayer el cuerpo sin vida de Mario Cantón. El niño al que en un principio creyó desvanecido, pudo comprobar horrorizado que tenía la cabeza dentro del agua. Suspendida en la corriente flotaba como una hoja su manita amoratada.
Poco después la policía se personó en el lugar de los hechos y esperó a que el juez de guardia ordenara el levantamiento del cadáver para iniciar las oportunas diligencias. Mario Cantón desapareció cuando se dirigía del instituto a su domicilio distante apenas un kilómetro. Un testigo aseguró haberle visto a las tres de la tarde corretear por la vereda que conduce al viejo molino. El médico forense dictaminó que “el niño fue salvajemente agredido, le ensartaron con saña un palo en el ano...”. Una mano indulgente borró con rotulador el resto del informe pericial. Rosita Cintrón saltó con una horquilla del pelo el cierre del candado, deslizó el cristal biselado con suavidad y se apropió del recorte. Esa noche bajo la luz de una lámpara consultó en el diccionario la jerga utilizada por el periodista; había palabras que sentía violentas y le llegaban muy hondo aunque desconociera su significado. Leído su primer recorte, con sus manitas angelicales lo pegó y encuadernó en su album con el lomo de color rojo sangre.
- ¿Por qué lo hiciste?
- Fue por necesidad.
Esta era la parca confesión recogida en el informe de la policía. Adolfo Oyarzun con el sumario en la mano da vueltas a la imperiosa respuesta de la adolescente; en la otra mano agita una ficha en la que se contienen los datos básicos de su perfil: doce años, infancia feliz, padres comprensivos y cariñosos. Adora a las plantas y a los animales y es niña de grandes virtudes. Cada vez se tropieza uno con más personas sociables, amables en extremo, discretas según sus amigos, y asesinos natos en versión policial. Nadie sospecharía de un ángel rubio de intensos ojos azules, medita mientras en sus oídos resuena la brutal confesión: fue por necesidad.
A mi niña tan solo le faltan alas- confiesa su madre echada en el diván bajo los efectos de una fuerte depresión.
Con voz sedada rememora ante el psiquiatra aquél día en que mirándose al espejo vio desplegarse de sus costados unas alas blancas como la nieve.
-Mi niña alzaba las alas y se ponía a aletear con una risa loca.
Tras suministrarle un calmante la imagen de su niña flota por toda la habitación hasta que se sienta con desmayo infantil, un pajarillo de alas rotas en su regazo.
-Mamá, ¿crees que se salvará?
La niña, pálido el rostro, humedecidas las mejillas, indaga en el origen de la pena empañados sus dulces ojos azules. El pajarillo se estremece en el cuenco que forma su mano; el temblor de las plumas le hace sentir un alegre cosquilleo, un placer liviano que le obliga a cerrar los ojos y soñar.
-Con sus frágiles dedos le apretó el cuello, el pajarito abrió los ojos como si adivinara lo que iba a suceder. Aún me cuesta creerlo pero quedó muerto en su regazo- confiesa la madre.
-En el fondo le gustaba sentirlo agonizar entre sus blancas manitas. Eso le confería poder- subraya lacónico el psiquiatra.
“Rosita Cintrón jugaba a adelantarse a la muerte”, teclea el psiquiatra en su ordenador.
Y continua: “En los primeros juegos de infancia se aprende a matar. A matar y a hacerse el muerto. Una dualidad que se vive desde muy niño. Estoy muerto y te mato, te mato y muero, esta es la cadena que envuelve nuestra vida. El niño se apropia bien pequeño de la muerte, no tarda en sentirse su único dueño. Tumbarse en el suelo, aquietar la respiración y no mover un músculo. Ese es el secreto. Inmóvil escucha como todo palpita a su alrededor mientras cree que los demás le ven muerto, entonces nada siente y se cree un objeto inerte en el suelo. Hasta que estallan las risas desconcertadas de sus compañeros y entonces de un salto se levanta y ríe a carcajadas. Esa risa histriónica es la señal para volver a la vida.”
Deja de teclear, se pone en pie y discursea ante la madre a la que considera una víctima de las circunstancias.
-A Rosita Cintrón le agrada el susto que lleva aparejada la muerte. Siento decírselo a usted como madre que es pero su hija disfruta con la elocuencia de un grito de terror o con la expresión de unos ojos angustiados.
-¿Qué me trata de decir?
-Lourdes Nombela no fue su única víctima.
La madre da manotazos en el aire y abre y cierra los puños como si jugara a atrapar algo escurridizo.
- Mi niña es un ángel que revolotea a mi alrededor.
- Debe aceptarlo cuanto antes –Adolfo Oyarzun le apunta con el índice al corazón- primero por el bien de usted, y luego por el de su hija.
- Mi niña es un ángel, un ángel bendito. Nunca haría mal a nadie.
Minutos antes de que partiera para el reformatorio su madre, henchida de gozo y orgullo, dijo a sus amistades:
-¡Que mayor se ha hecho nuestra niña! Se va a un internado de las monjas Clarisas.
Su padre parado en el porche, no alzó la mano cuando arrancó el coche policial aunque el corazón se lo demandara. En ese preciso instante pensaba en como su niña había mudado de piel como una serpiente. El coche policial se pierde al fondo de la avenida. Rosa Cintrón mira al frente y sonríe como una niña a la que llevaran de excursión. Sus padres recuerdan todavía su cabello de ángel flotando tras el cristal.
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