Para muchos el primero en tirarnos de la lengua y psicoanalizarnos –obligándonos con temprana edad a discernir entre el bien y el mal- fue el cura del confesionario.
- ¿Qué pecados me traes hoy, hijo mío?
- Veniales, padre.
- ¿Sólo veniales?
- Sí, padre.
- Eso lo decidiré yo. Ahora empieza.
- Yo confieso a Dios padre todopoderoso que he pecado de omisión, palabra y obra...
Mientras desgranas tus maldades, los dedos amarillos de nicotina del párroco te recorren el rostro de una manera inquietante. La confesión siempre es un acto doloroso. El cura tiene la sartén por el mango. Está en su mano bendecirte o condenarte.
- ¿Has terminado hijo mío?
- Sí padre.
- ¿No te olvidas alguno?
- No lo sé.
- Haz memoria. Tienes cara de listo.
- He cometidos actos contra el sexto mandamiento.
- Muy mal, hijo mío. Te impondré una severa penitencia. ¿Y contra el cuarto? ¿Has pecado? Ya sabes: honrarás a tu padre y a tu madre.
- También he pecado padre. Di una mala contestación a mi madre o eso creo.
- Reza tres avemarías y dos padrenuestros. Arrodíllate y haz acto de contrición para que pueda absolverte.
Sin saber como llega el domingo siguiente y has acumulado tantos pecados que estás a las puertas del infierno. "Ego te absolvo". De nuevo las palabras del cura bondadoso y demasiado amable.
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