El calentador funciona mal desde hace dos meses, se juramenta cambiarlo en cuanto tenga algo de dinero. Cierra el grifo y se restriega con una toalla deshilachada; se la anuda por encima de los senos y vuelve a releer la carta. El papel humedecido se le ablanda entre los dedos como pan mojado.
El día, gris y lluvioso, que se recorta en la ventana la impulsa a cantar. Cuando dan las ocho en el reloj de pared, herencia de la abuela, baja los escalones de tres en tres. Sube con un suculento desayuno de hojaldres, milhojas, brioche y el humeante capuchino, la taza temblándole en la mano.
A través del ventanal entrevé la figura de un ejecutivo atusándose el bigote. Su tacón izquierdo tamborilea impaciente sobre un rojo baldosín. Saca del bolso la carta y la relee bajo la luz del porche. El papel se le desmiga entre las manos. En el exterior comprueba el número del chalé medio oculto por una enredadera. Tras el ventanal cree entrever una mano en ademán de saludarle, luego disiparse el humo de un cigarrillo. Pulsa de nuevo el timbre, como si el dedo se le hubiera quedado pegado. Tras una impaciente espera se marcha malhumorada destrozando los zapatos recién estrenados en el sendero de grava.
Vuelve a estirarse el bigote y cuando la siente alejarse baja la persiana. Sale al jardín y le invade una fragancia de flores asilvestradas. Se ríe como un niño tímido pero insolente, sujetándose la barriga y limpiándose con el dorso de la mano las ardientes lágrimas que le resbalan por las mejillas.
- ¡Juan!
Al volverse un spray le rocía el rostro.
Despierta en el suelo, apoyado en una columna, las manos atadas a la espalda. A su lado la papelera rebosante de curriculums. El picor en los ojos es insoportable, le quema la nariz y tiene la lengua estropajosa. Una mujer joven sentada en la mesa de su despacho balancea los zapatos de tacón a la altura de su rostro.
- ¿Y bien, no sabes quién soy?- le conmina, la puntera a la altura de la nariz.
- Agua. Me abraso por dentro.
- Por mí como si te pudres.
La mira ceñudo forzando la vista. Memoriza hasta dar con su ficha: Adela, 1,75, pechos turgentes, ancha de caderas, setenta y cinco kilos, mecanografía, taquigrafía, francés e inglés.
-¿Tú?- balbucea.
La encuentra más delgada y hasta sin redondeces. Adela se ha tropezado en la cancela con una chica presa de un ataque de nervios, el pelo alborotado, el rimel corrido, mordiéndose las uñas.
- No tienes corazón, la pobre chica iba destrozada- dice balanceando la puntera del zapato a un palmo de su gruesa nariz.
- ¡Qué culpa tengo yo de que seáis estúpidas!
Hace dos años, Adela era una joven fuerte e ilusionada. Tenía que mantener a su padre enfermo y le llegó una carta que traía esperanza.
- Estás muy guapa.
- No seas zalamero.
- Te lo digo en serio. Estás muy cambiada.
- Llevo mucho tiempo buscándote.
- ¿Cómo puedes ser tan rencorosa?
- Mi padre tenía puestas muchas esperanzas en el trabajo que me ofreciste. Murió de tristeza al intuir que era un engaño. Luego supe que era un modelo de carta enviada a otras chicas de la ciudad.
Extrae una pequeña pistola del bolso.
-Te juro que voy a disfrutar este momento- mientras quita el seguro del arma se mordisquea los labios rebosantes de rojo carmín.
Él la mira insolente. Le sonríe como quien se sabe objeto de una broma pesada. Adela siempre ha sido débil de carácter. Un pedazo de pan. El disparo le atraviesa el corazón.
Sobre la mesa observa el benjamín sin descorchar y los restos del banquete. De un empujón la saca afuera, la introduce bruscamente en el coche y por el walki anuncia que la tiene. El muerto sujeta su foto de carné entre los dedos agarrotados. Un crimen pasional, corrobora el comisario mientras mete la primera y le ofrece un cigarrillo.
- Señorita, ¿dónde ha tirado la pistola? Haga memoria.
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