Recogió a hurtadillas la colilla caída en el suelo, aún estaba encendida y se la caló en la comisura de los labios. Si lo pensaba fríamente le sabía igual que cualquier cigarro recién prendido. Todo es cuestión de lo escrupuloso que uno sea. La tiró al pensar quien la habría podido tener en sus labios; tal vez un aristócrata sifilítico, un hombre babeante o un enfermo terminal. Si te dejas dominar por los pensamientos estás perdido. Volvió a recogerla del suelo aún humeante y expulsó el humo como lo haría un hombre feliz y corriente. Miraba en las papeleras con elegancia y disimulo, como si hubiera perdido algo; alargaba la mano y hurgaba con el guante de látex. Notó algo parecido a un mordisco y no se decidió a retirar la mano. Cuando lo hizo vio que se había cortado y el dedo anular le sangraba. Lo envolvió con el pañuelo. La punta de los dedos de látex rozaba la porquería mientras las tripas se le revolvían. Todo era acostumbrarse. Introdujo la mano con decisión y sintió el roce de una piel que adivinó de plátano. Antes de rebuscar como un gentleman en las papeleras se rozaba con las paredes para atraer la buena suerte o bajaba un pie a la calzada, a punto de ser atropellado, porque había leído que con esta añagaza le llovería dinero.
Se plantó delante y la miró. Era de esas papeleras de diseño que ahora iluminan la ciudad. El recipiente de cristal opaco no dejaba ver su interior. Era como meter la mano en un foso de serpientes. Se calzó los guantes de cirugía y se santiguó. La mano tanteaba las paredes hasta llegar al fondo. Sacó un bote de cerveza, dos papeletas arrugadas de la primitiva, un envoltorio de chicle, un peine roto y otras fruslerías. El reloj de muñeca se le quedó enganchado en el reborde que habían diseñado como nota distintiva. Justo en ese momento divisó a su ex jefe, el culpable de su despido, que venía de frente. Sintió desintegrarse. El sujeto lo miró incrédulo. Se había confundido. Los nervios juegan una mala pasada. Cuando logró soltar la mano, arañado el reloj regalo de la empresa, continuó su peregrinaje. Los ojos le lagrimeaban al envidiar la suerte de los peatones con los que se cruzaba. Qué felices se les veía. Y pensar que estuvo de su lado. Al divisar una nueva papelera se subió el cuello del abrigo. Según se acercaba miraba de soslayo por si alguien advertía su maniobra. Se calzó los guantes, cerró los ojos e introdujo con decisión, esta vez la mano izquierda. Nada interesante. Ahora las papeleras están rebosantes de cosas inútiles. Esa noche decidió buscarse la vida de otra manera.
Hay días en que bajar al metro es descender a los infiernos. Y éste era uno de esos días. De entrada no acertó a poner el pie en las escaleras mecánicas. A punto estuvo de romperse la crisma. Por fortuna una mano milagrosa le hurtó del desastre. Nada hay tan desolador como ser absorbido por una muchedumbre y dejarse arrastrar como un pelele por túneles y andenes. En este alocado trasiego era bamboleado sin miramientos para uno y otro lado. Recorrió un vagón del metro atestado de gente y malos olores. “Una ayuda para mi niño enfermo. Por amor de Dios tengan caridad”. Hablaba tan quedo que su voz le era desconocida. Creyendo que centenares de ojos le reprobaban, rojo de ira y de vergüenza, al abrirse las puertas salió despavorido. Lo intentó de nuevo en el vagón contiguo abarrotado hasta los topes. Al darse cuenta de que le ignoraban desplegó la mugrienta cartilla de la seguridad social. “Una ayuda para mi niño enfermo, por Dios se lo pido”. Una voz lastimera y tronante que venía del fondo del vagón le hizo enmudecer. “Me arrodillo ante ustedes porque tengo hambre; no quiero su dinero. Si hace falta me como un bocadillo delante de ustedes”. Las cabezas giraron al unísono. Un joven rubio de pelo corto, en cuyo rostro tumefacto se marcaba la cruel enfermedad, arrastraba las rodillas afiladas sobre el piso. Tuvo que desviar la mirada al ver como le supuraba un líquido blancuzco de la rótula que asomaba en los vaqueros desteñidos.
El enfermo pasó a su lado sin ver. Las personas eran bultos que respiraban; a lo más ropajes con cuerpos en los que aleteaban brazos y piernas. Seres que reían y murmuraban. La voz lastimera se perdió y pudo retomar su letanía. “Una ayuda para mi niño enfermo, por Dios se lo pido”. Una mujer rebuscaba temblorosa en su bolso como si la vida le fuera en ello. No levantaba la cabeza pero su vestido y su pelo fosco delataban su origen humilde. Al encontrar una moneda alzó la cabeza y le sonrió dejando entrever la hilera de dientes discontinuos. Cuando la moneda cayó en su mano le entró tal desazón que a punto estuvo de devolvérsela. Cerró el puño y musitó algo parecido al agradecimiento. Otras manos se aflojaron y una tras otra las monedas fueron llenando la suya. “Gracias, que tengan un buen día”.
Cuando fue a abrir la puerta su mano huesuda quedó suspendida en el aire. No había pomo, ni puerta. Recorrió el pasillo a oscuras, las monedas tintineando en el bolsillo, y entró en el comedor. Su mujer y los niños acechaban en la penumbra de unas velas, la cera goteando sobre los restos del mantel de hilo. Los niños enardecidos golpearon rítmicamente con las cucharas los platos hasta saltar la loza. El más pequeño trataba de pellizcar un mendrugo de pan, de tan duro olvidado por sus hermanos. Se le escurría entre las manos y se desesperaba. Los hermanos se reían. Buscó donde sentarse. Su sillón favorito, desde el que presidía los almuerzos, en tiempos mejores, había desaparecido. Dio con un taburete de plástico rojo y se aposentó con tan mala fortuna que perdió el equilibrio y se golpeó la cabeza con la pared. Su mujer y los niños rieron como hienas salvajes, los incisivos afilados sobresalían en sus bocas hambrientas. Su mujer levantó la cabeza del plato, la mitad del rostro en la penumbra. El ojo que le observaba sonreía inyectado en sangre.
- Cariño, ¿te apuntas a la gran cena?
Arrojó las monedas sobre la mesa y tanteando las paredes se retiró a la pieza del fondo perseguido por el otro ojo, verde esmeralda, y el incesante repiqueteo de las cucharas que batían furiosas sobre los restos de loza.
A la mañana siguiente le despierta el aroma del café. En la cocina su mujer mira a la casa de enfrente, un ligero estremecimiento de los hombros le hace notar que no lleva la toquilla de lana. Los vecinos sentados a la mesa untan láminas de mantequilla en el pan crujiente, el café humea en sus tazas de porcelana. Ella les mira con su ojo verde esmeralda. Al sentirse observados echan la cortina. Él abandona la estancia, los insultos de su mujer le persiguen hasta la calle.
Una mañana desaparecen puertas y ventanas. Luego, su mujer con los niños. La última vez que los vio estaban desnudos frente a los platos vacíos. Una nota colgaba de la puerta de la nevera. “Ni los niños ni yo queremos volver a verte”. La nevera también ha desaparecido. Aturdido se retira a la pieza del fondo. Se quita los zapatos y los arroja con rabia bajo la cama harto de escuchar el repiqueteo del tacón desgastado. Son los mismos zapatos con los que acudía diariamente al trabajo; se pasaba cinco minutos en el cuarto de baño embadurnándolos y sacándoles brillo. Han pasado incontables veces por el zapatero que ya no sabe por donde cogerlos, harto de remendarlos para tapar griegas y agujeros. Sentado en el somier, el colchón ha volado, siente como se le va la cabeza. Debe ser el hambre. Contra la pared descubre su maletín de ejecutivo, en el que llegó a guardar contratos millonarios. La casa parece elevarse, moverse a uno y otro lado. Cruje el entarimado del que saltan pequeñas astillas. Hace unos días por economizar dejó de tomar las pastillas que le recetó el psicoterapeuta. Vuelven las pesadillas. La casa tiembla como si estuviera embrujada. Se sujeta la cabeza con las manos y aúlla de dolor. Un brutal estruendo le hace sangrar por la nariz y los oídos. Un barreno ha hecho saltar la viga maestra. A la entrada de lo que ahora es un solar hay un cartel: “se vende este solar”. La mujer y los niños están en la playa. Lograron un anticipo.
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