En la facultad de Económicas de Bilbao, Sarriko, donde me matriculé se vivía una etapa muy conflictiva. De ello parecía disfrutar un siniestro personaje que campaba a sus anchas por los pasillos.
Consciente de que una época se acababa personificaba el terror entre los estudiantes. ‘El Pela’, bajo de estatura, delgado, un manojo de nervios y con mala leche aparecía de improviso en la cafetería y el bullicio se transformaba en un espeso silencio. Con su andar crispado, el eterno puro en la boca con la brasa roja incandescente, se aposentaba en la barra mirándonos con desprecio. Muchos estudiantes le odiaban y él lo sabía y le gustaba ser el enemigo. Apuraba la copa de coñac y salía mirando hacia las mesas con descaro, mientras las brasas del puro se desprendían amenazadoras.
La continúa entrada de los grises a caballo, verlos desde el interior por la cristalera era como estar viendo una película en primera fila, originaba muchas protestas. Las sentadas que hacíamos los estudiantes en el suelo ya eran legendarias. Los enfrentamientos de los estudiantes con este personaje autoritario, empezaron a interesar a los periódicos de Bilbao (La Gaceta del Norte y El Correo). Y cómo no al extenderse el conflicto, también se hizo eco la revista Cambio 16 a través de su corresponsal en Euskadi. El conflicto empezaba a tomar un cariz muy violento. A los novatos la presencia de ‘El Pela’ les acojonaba. Por sus formas y manera de gesticular era como un pequeño gángster de serie b. En momentos de gran tensión le escoltaba Simón, su fiel guardaespaldas. Un bedel de gran corpachón que al ser muy cargado de espaldas era conocido como el jorobado de Notre Dame. Las caricaturas de ambos, muy populares entre los estudiantes, corrían de mano en mano.
Una mañana ante la brutal irrupción de los antidisturbios salimos por la parte de atrás de la facultad. Corríamos como alma que lleva el diablo, con el corazón en un puño, volviendo la cabeza por si veíamos acercarse a los grises. El ulular de las sirenas cada vez más cercano nos intimidaba. Trepamos y saltamos varios muros y cruzamos la vía férrea hasta llegar al borde de la ría. El agua color chocolate y el cielo gris no invitaban a la euforia. Las viejas fábricas del Nervión echaban un denso humo gris por sus altas chimeneas. Era un paisaje desolador. Pero ya no escuchábamos más sirena que la de los barcos. Nos juntamos cuatro o cinco estudiantes. Algunos nos conocíamos de vista. Nos miramos detenidamente, como preguntándonos qué hacer. El que tenía más iniciativa nos animó a coger el gasolino, la barca a motor que utilizaban los lugareños para pasar de una a otra orilla.
Con el traqueteo del motor íbamos guiados por el silencioso patrón hasta la otra orilla. Sospechábamos unos de otros. La delación y la calumnia estaban a la orden del día. Alguien insinuó que el muchacho del mostacho negro, de ojos claros y pelo largo, sentado en la popa, natural de Burgos, y aquejado de timidez, era un soplón, pertenecía a la secreta o con toda seguridad era un miembro de la Brigada Político Social. Lo recuerdo sentado en la popa, apenas un monosílabo salió de sus labios, los hombros encogidos, como pidiendo perdón por acompañarnos.
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