Son esas horas en las que verdaderamente se sienten libres, dueños de su vida y del mundo. Se sueltan la melena y se sientan en las aceras a ver pasar la vida.
Para ellos el tiempo pasa alegre, confiado, sin mirar el reloj. Lo consultan una y otra vez sus padres. Algunos no pueden parar quietos en casa. Dan vueltas, ven la tele sin verla, apuran una conversación, derraman una copa y de nuevo se preguntan: ¿qué hará en este momento, mi hijo? Hasta que uno de los dos cae en la cuenta de que una vez también fueron jóvenes. Y arrasaban en las discotecas. También fueron jóvenes nocturnos.
En la noche las ciudades de todo el mundo se pueblan de jóvenes. Van con la sonrisa distendida, los músculos flojos, con ganas de una cita. El cruce de miradas se multiplica de una a otra acera, también los gritos y los saludos son más elocuentes. En unas horas, con la amanecida, regresarán a casa. Se echarán en la cama. Y no se les verá hasta la hora de la comida. Somnolientos, huraños. Menos libres. Así es la vida.
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