domingo, 9 de mayo de 2010

Día de suerte

   Lo advertí al tiempo que un joven fornido y mal encarado que venía de frente. Me tiré al suelo y lo atrapé. Lo guardé en la cartera y seguí adelante sin volver la cabeza. Será falso, pensé. O uno de esos billetes de pega con publicidad por el otro lado. Nadie pierde una cantidad así. No es que lo hubiera presentido. Estaba seguro de que hoy sería mi día de suerte. Me dio por pensar en las casualidades que trae la vida. El billete estaba en el suelo justo en el momento que pasé por allí. Y mis ojos lo vieron. Podía haberlo cogido el joven fornido y mal encarado. Creo que ni se fijó porque no hizo el más mínimo movimiento cuando pasé a su lado. ¿A quien se le caería? Y si era de alguien sin recursos. No, me respondí. Un desesperado no lleva cien euros encima. Y si los llevara es incapaz de perderlos. Es como si perdiera un hijo, me dije por exagerar un poco. Tal vez fuera parte de la pensión de uno de esos ancianos que no saben llevar el dinero en la cartera sin exhibirlo ostentosamente. El billete había llovido del cielo. Si todos los días encontrara un billete de cien euros no me haría falta buscar trabajo. No parecía tan difícil. En mi cartera guardaba uno desde hacía cinco minutos. Pasearía cerca de los bancos, de los cajeros automáticos, de las tiendas, de los bingos, de los bares con máquinas tragaperras; en fin de todos esos lugares donde la gente entra o sale con dinero a manos llenas. Y, a veces, con suerte, algo se les cae al suelo.
También hice recuento de los miles de paseos que llevaba dados por mi ciudad –ya tenía más de cuarenta años- y en los que había encontrado como máximo cinco o diez euros. El billete de hoy superaba todos mis cálculos. Pero tal vez entrara en la ley de las probabilidades volver a encontrar uno, o dos, o tres. Con mis ojos habituados a resquicios que pasan inadvertidos para el común de los mortales escruto todas las calles.Nada se me escapa, ni en las aceras ni al borde de la calzada, ni bajo los árboles, ni alrededor de las alcantarillas. Soy un experto en detectar dinero por el suelo. Miro debajo de la rueda de un coche, de los pies de los transeúntes, en los recovecos más inesperados. A veces me sorprendo con la cabeza ladeada en un escorzo imposible hasta que las venas del cuello se me hinchan. Tengo una técnica infalible que no desvelaré. Adiestrar los ojos me ha llevado su tiempo y una visita al oculista. Me pasé de la raya y por fortuna pudo corregirse a tiempo o me habría quedado ciego.

   Empecé por comprar una libreta y apuntar en ella las ganancias de la calle (gratis total) a las que muy correcto descontaba el desgaste de las suelas de los zapatos. En dos meses llevaba encontrados trescientos veintidós euros. Los rutinarios paseos se habían convertido en una forma de ganarme la vida, por qué no decirlo en un trabajo, aunque de momento escasamente remunerado. Quizá mañana o esta misma tarde me llegaría el golpe de suerte. Una cartera con tres mil euros arrojada por descuido a una papelera o una gran bolsa de basura mal anudada con sesenta mil euros en billetes pequeños. Todo podía suceder. La prensa daba cuenta de estos hallazgos. Por lo general era gente honrada que devolvía lo encontrado. Salían en la foto, sonrientes y sin blanca. ¡Imbéciles! A bote pronto recuerdo un taxista, un barrendero y hasta una limpiadora. Los samaritanos suelen ser humildes. La persona que se lo queda no dice ni pío. Es ley de vida.

   Si lo pierden es que no saben cuidarlo. Así que aplicaba la ley de la calle: lo que está en el suelo para quien lo ve primero. Y lo cogía, claro, antes de que un listo se me adelantara.

  
En cierta ocasión un hombre estaba en una tienda comprando pipas y cacahuetes cuando para pagar tal minucia sacó del bolsillo del pantalón un manojo de billetes de cincuenta euros. Los desplegó y alisó sobre el mostrador. Deduje que debía de sobrarle el dinero y eso que no tenía pinta de rico; iba mal vestido y con los zapatos arañados. Sin darme cuenta estaba a su lado, viendo aquellos billetes deslizarse entre sus dedos, muy pendiente de que al meterlos en el bolsillo no se le despistara alguno. Ya tenía presto el zapato para pisarlo. Y ya se sabe que los billetes al caer no hacen ruido. Pero el hombre estuvo hábil. Recogió la calderilla, enrolló los billetes y los metió en el bolsillo igual que un pañuelo usado. Tal era su desprecio por el dinero.

   Tanto tiempo en la calle me hizo discurrir una y mil maneras para localizar el dinero. Me hice con un pincho de barrendero y me ejercité en la caza de hojas y papeles volanderos. Con gran encono removía todo tipo de restos para ver que había debajo. Es asombroso lo que la gente deja caer cuando están bebidos, cansados o distraídos. Con el pincho hurgaba entre las rendijas del alcantarillado y encontraba las cosas más inverosímiles, la foto de una novia ya descolorida, un prendedor del pelo, el mango de una navaja, un anillo ensangrentado…

   En una ocasión llegué a tirar una moto de gran cilindrada creyendo que un billete azul asomaba bajo la rueda delantera. Saltó la estruendosa alarma y destellaron las luces azules como las de la policía. Cuando su propietario apareció desencajado señalé con el dedo a un chiquillo que se alejaba corriendo. Llegaba tarde al colegio. A cambio recibí una propina. Un ingreso extra que no contabilicé en mi libreta.

   Me paso el día en la calle. Y desde hace algún tiempo también la noche. La noche, con las calles despejadas y solitarias, es ideal para salir en busca de objetos perdidos. Con una potente linterna y bien abrigado, el invierno es húmedo y frío, me desplazo por toda la ciudad. El haz de la linterna barre los lugares más insospechados. En cierta ocasión se quedó clavado en dos pares de zapatos, de mujer y hombre, que jugueteaban hasta que caí en la cuenta que eran de la pareja que estaba sentada en el banco deshojando la margarita. Me tomaron por un voyeur y tuve que salir por piernas. Peor lo pasé cuando me di de bruces con los faros de un coche de la policía. Me tomaron por un vulgar ratero, la linterna, el pincho y mi chándal de rapero no daban lugar a equívocos. Además no supe explicarles que hacía a las tres de la madrugada con ese instrumental por la calle que cuenta con los escaparates más lujosos de la ciudad. Me soltaron al amanecer por falta de pruebas y carecer de antecedentes penales.


Como no soy tonto, ni creo haber enloquecido presa de una manía compulsiva, me he marcado un plazo. En mi situación es lo más razonable. Estamos a primeros de noviembre, si antes de Navidad no he dado con el hallazgo del siglo abandonaré y buscaré un empleo. De los de verdad.

   Llegó la Navidad – el frío, las luces y los villancicos- sin que apareciera un talón al portador o una cartera abultada. Iba a tirar la toalla cuando tuve una revelación. Esta ciudad es demasiado grande y está muy trillada. Demasiados merodeadores. Así que empecé a viajar y cuando quise darme cuenta recorría el país de punta a punta. Sabía en que poblaciones perdían más billetes, en que pueblos corrían monedas de canto por las aceras. Pero pese a toda la experiencia acumulada las cuentas no me salían. En cuatro meses había levantado del suelo poco más de mil quinientos euros. Entre la comida, pagar la pensión y un par de zapatos nuevos lo comido por lo servido.

   Para eso mejor me pongo en una esquina o a las puertas de un centro comercial. Se trata tan solo de alargar la mano y esperar la caída de las monedas. Pero eso no va conmigo. ¿Y salir al extranjero? No me parece mala idea. Para comprar el billete de avión me pongo a vender todo aquello que he encontrado en mis batidas. Y ahí vino mi perdición. La policía apareció en mi casa por sorpresa. En una bolsita transparente traían el anillo que yo había lavado y desinfectado antes de llevarlo a la casa de empeño. Pertenece a una jovencita violada y asesinada. En mi cómoda guardo el mango de la navaja. No tardaron en encontrarlo. Ahora estoy entre rejas. Pasaré una larga temporada. Pero ya me he trazado un plan. Hay reclusos con mucho dinero. Me convertiré en su correveidile y no tardaré en ganar unos euros. Y en los días de bis a bis me he pedido barrer la sala de visitas. Uno nunca sabe lo que se puede encontrar. Hoy me han pillado con una lima que recogí abandonada en un banco. La policía no me cree. También es mala suerte.