domingo, 7 de noviembre de 2010

El obrero japonés

   Estoy metido en una urna de cristal algo más grande que yo. Mi respiración es irregular. Eso significa que aún no estoy habituado a este singular recinto. En este nicho tengo cama y comida. El recinto es tan estrecho que al moverme rozo la pared con los codos. A mi alrededor hay centenares de nichos iguales.

   Miro al vecino más cercano de ojos rasgados y parece feliz. Me saluda y se toma una pastilla por todo alimento. Mis acompañantes adoptan para dormir una postura hierática. Miran hacia el techo como si rezaran y, luego, lentamente entornan los ojos. Al cabo de un rato todos duermen. Tienen una respiración acompasada y tranquila. Me encuentro verdaderamente mal dentro de este sarcófago. Sigo sin poder moverme a mis anchas y eso me irrita sobremanera. Pruebo a levantarme y a tomar la pastilla. Mi cabeza choca contra el cristal. Percibo a centenares de hombres que continúan tumbados. Todos están ahora en la misma posición. De medio lado, encogidos. Duermen como si cumplieran una consigna.

   Por el aire llega una música. Es un adagio. Tal vez sea una copia de Albinoni. Los japoneses todo lo copian. Últimamente lo reproducen todo con precisión hasta el leve ruido de un saltamontes al copular. Tal es su afán de perfección que hay quien asegura que han conseguido una copia del alma aunque con ligeras imperfecciones. Las notas van y vienen como una ola que se acerca a la orilla y regresa. Es un adagio descafeinado. Le falta emoción. Siento un ligero mareo. La pastilla me seda. Caigo insomne.

   Cuando despierto me encuentro en una moderna planta de fabricación de automóviles. Todos los operarios son japoneses de ojos rasgados. Se acerca el capataz y me saluda afablemente con una ligera inclinación de cabeza. Le respondo doblando la cerviz. De pronto caigo en la cuenta de que llevo un mono azul. Mis compañeros van igual de uniformados. Algunos llevan gafas especiales para protegerse del láser.
Debo de ser uno de los operarios del nivel más bajo. No me dejan mover de la cadena de montaje, mientras los demás descansan por turnos. Coloco los gruesos tornillos a las ruedas de los automóviles como un autómata. Es un movimiento rápido y preciso que realizo ayudándome de una llave universal que manejo con una manopla. A mi lado verdaderos autómatas de metal realizan el preciso ensamblaje de un automóvil en un abrir y cerrar de ojos. Son los hijos de la robótica, la peste del siglo XXI, que han acabado con miles de puestos de trabajo y desestructurado familias enteras.

   De pronto la cadena se detiene. Será el cuarto de hora del bocadillo. No hay tal. Ha sido un error de cálculo del capataz. Le veo salir lloroso con la liquidación en la mano y una daga primorosamente adornada en la otra para abrirse el vientre. Un autómata ocupa su lugar.

   De repente me ataca una crisis de identidad. No sé quien soy. No tengo recuerdos. Veo japoneses por todas partes. Algo no va bien.

- Tao Sé.

Me vuelvo como un resorte. La luz se hace en mi cabeza. Abandono precipitadamente la cadena de montaje y me voy a los aseos. El espejo me confirma lo que presentía. Soy un obrero japonés de ojos rasgados de los pies a la cabeza. Un obrero trabajador, metódico, disciplinado, amante de las horas extras. Muchos empresarios entregarían su alma al diablo si pudieran importar obreros japoneses.

   Despierto sudoroso. Por si las moscas me froto los ojos como si saliera de un mal sueño. Me pellizco fuerte las nalgas mientras veo en la luna del armario reflejada mi cara pacífica de obrero japonés. Me marcho al salón. Durante una hora hago ejercicios gimnásticos. Los japoneses lo hacemos antes de empezar la jornada de trabajo.