El termómetro se pone al rojo
vivo y el mercurio se dispara cuando uno encuadra el retrato real de la crisis:
viviendas precintadas por la autoridad.
Aquí no se ha cometido un crimen
o tal vez sí. El propietario desalojado de su vivienda es tratado como un
presunto delincuente. Es ese siniestro momento en el que las aseguradoras hacen
de brazo ejecutor de los bancos voraces y depredadores.
Aquí están las ventanas con los
cercos quemados por el incendio (¿provocado o no?) que se desató en su interior.
Los sabuesos están al acecho para que ciudadanos desesperados no se la traten
de jugar a las compañías para cobrar una indemnización que alivie su deuda
galopante.
El precinto de la guardia civil
impide el acceso.
El propietario mira a la ventana y
le llueven los recuerdos como piedras en la nuca. Crece la mala yerba en el
jardín, sigue sin afeitar y con la misma ropa de hace unos días. Es el protagonista de
una cruel pesadilla. Hace unos años era respetado y hasta ‘querido’ en el banco
pero cuando llegaron las vacas flacas se acabaron los parabienes. Es uno más de
estos pequeños empresarios a los que día tras día se les da la puntilla al
cerrarles el grifo del crédito: van como cerdos desollados al matadero; algunos
rabian, los más resignados.
Algo incierto les hace sentirse
culpables, los malos de la película. En el guión que se reescribe: son los
desalmados que vivían por encima de sus posibilidades. Se levantaban a las seis
de la mañana y se ponían a la faena después de una noche de insomnio. No sabían
que era un delito buscarse una vida mejor. El pulso se le acelera cuando contempla
el chalé embargado, cuyas cuotas pagará religiosamente hasta el 2020. En el buzón ya sin nombre duermen las requisitorias de Hacienda, los cortes de agua y luz. La bola de nieve lo ha sepultado. ¿Cuántos en España? ¿Cuántos emigrantes cayeron en la trampa?
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