domingo, 19 de junio de 2011

Mi vida pende de un hilo


      Mi vida pende de un hilo. ¿Y la de estos idiotas?

   No sé como describir lo que hay detrás de estos cristales. Los veo a ellos y ellos me ven a mí. La barquilla golpea contra el cristal empujada por el viento y al principio se asustan. Luego se van acostumbrando a verme al otro lado, suspendido en lo alto, con el vacío a mis pies. Y así los voy conociendo. Pero no a todos. Son demasiados. Me turno con mis compañeros para limpiar cuatro rascacielos. Encontré el empleo al responder a un curioso anuncio: “Busco escalador para edificios inteligentes”. A entrar la primera vez en uno de los edificios me sentí abrumado por ese control invisible que ejerce sobre tus pensamientos. El jefe me recibió en un pequeño despacho de su propiedad.
-          ¿Cuándo empiezo?
-          Ahora mismo. No me gustan los perezosos.
   Me puse un mono y me encontré llevando el instrumental de limpieza, un kit completo en el que va un auténtico limpia cristales unger con labio de goma, con articulación para prolongaciones y tubos telescópicos, un rascador, un cubo, el jabón y una bombona de agua. Subo con el jefe en la barquilla y nos paramos frente a un amplio ventanal.
- Hazme una demostración.
   Cuando termino el ventanal brilla tanto que los de al lado parecen opacos. El jefe expresa su satisfacción.
- Sólo quería comprobar que no estaba ante un nuevo engaño. Antes que tú entrevisté a un par de candidatos. Pero de limpiar nada. Sólo querían el empleo. Por la cara. Uno vomitó cuando le subí a lo más alto.
   Me cae bien el jefe. Es sincero y eso va conmigo.
- No te voy a ocultar que tengo un contrato. Prorrogable. Estos edificios deben ser los más limpios de la ciudad. En tus manos lo dejo.

   En la vigésimo séptima planta de la que estoy colgado hay mucho ajetreo. Un centenar de empleados dejan presurosos los despachos en los que meses antes entraron con paso triunfal. Con las prisas se empujan y tropiezan en los pasillos. Llevan sus pertenencias como traperos en cajas de cartón sujetas con cinta aislante. Desde la central de Nueva York han recibido la orden fulminante. Hay que desalojar antes de que entre a registrar la policía. Se hace de noche. Salen cabizbajos. Los vigilantes les cachean delante del jefe de personal. Los despachos no tardan en ser ocupados por otros ejecutivos con empuje. En las paredes cuelgan su master, sobre el escritorio colocan la foto de familia. Todos felices tras el marco de cristal pulido. Aunque ellos no lo saben me hago apuestas de lo poco que durarán en sus puestos. Mientras dictan cartas y descuelgan teléfonos ven a un tío con un mono blanco que se balancea con un casco con linterna ante los amplios ventanales. Estoy en el turno de noche. En el ático un broker, con tirantes rojos y camisa de seda, apoya los Lotus de 250 euros sobre la mesa, brillan insultantes. En un mes gana el sueldo de los treinta becarios que se apiñan en la cuarta planta, en la que comen y a veces duermen para no perder la plaza que se disputan como perros de presa.
-          ¿Cómo va la Bolsa?
-          Subiendo, amigo.
   En la pantalla de su ordenador una flecha azul se dispara. Agita el whisky y brinda a la estrellas. Me despido de este loco ambicioso y desciendo lento y elegante como una araña que se descuelga del hilo invisible. En la cuarta planta hay una secretaria triste y desangelada. El pelo lacio le oculta la mitad de la cara. Al verle las ojeras formando un círculo infernal en torno a sus bellos ojos, odio a su ex. La recogía todas las tardes con grandes risas hasta que dejó de venir. Golpeo su ventana para hacerle el día más llevadero. Levanta la cabeza del escritorio y me observa.

    En ese momento empieza a llover. Es una lluvia fina y le entra una pena inmensa. Y la pena comprendo que es por mí. En los días de lluvia y viento cuando ve balancearse la barquilla -sujetos los cables que cuelgan paralelos únicamente por dos ganchos a la cornisa del edificio- va y se prepara una tila. Sorbe el líquido amarillento que le gotea sobre la falda sin dejar de mirarme. No se habrá dado cuenta este imbécil de que va a descargar tormenta, las nubes negras y grises lo anuncian, y además, me digo, para qué frota con tanto ahínco si los cristales van a quedar más sucios todavía. Me pone enferma que sea tan inconsciente. En cuanto un golpe de aire voltee la barquilla quedará colgando del arnés boca a bajo como un pollo a punto de ser decapitado.
   Una racha de viento balancea la barquilla. Los cables se tensan en cada embestida. Tanteo con los dedos el arnés de seguridad. Las farolas cegadas por la lluvia le dan un aire fantasmal al complejo de oficinas. Desde el interior la secretaria me hace señas imperiosas. Parece que vaya a darle un ataque. Arrecia la lluvia y el agua entra a raudales en la barquilla. Varios rostros pegados a los ventanales me contemplan. En algún momento cruzan apuestas. De pronto la barquilla se descuelga en lo que parece una caída sin fin. El cable se tensa y quedo colgado boca a bajo, la cabeza a ras del suelo. El mundo al revés. Alguien se acerca corriendo con un chubasquero en la mano, el cabello le chorrea, chapotea hasta llegar jadeante a mi lado.
-          Hay que estar chiflado. No te has matado de milagro.
La secretaria triste y desangelada, el rimel corrido, me ayuda a soltarme. Me recluye en su despacho.
-          Me da cosa verte al otro lado.
-          Eres demasiado sensible. No debes preocuparte.
-          Te traeré algo para que te seques –dice solícita al percibir mis temblores.
  
   Un ligero tabique separa su mesa de trabajo del despacho de su jefe que está de viaje. Me trae una toalla, café con una galleta y trata de mostrarse animosa. Pero hay mujeres que nacen tristes y no te molestes en cambiarlas. Toda tu vida lo lamentarías.
-          ¿Por qué te veo siempre tan apagada?
-          Soy así.
-          ¿De nacimiento?
-          Tomate el café y déjame que tengo trabajo atrasado.
-          Lo tuyo tiene cura.
-          Lo primero hay que tener ganas de salir.
-          ¿Y tú las tienes?
-          Sólo cuando te veo.
   Me lo ha dicho tan de sopetón y ruborizándose que al sorber el café me abraso los labios. Me acompaña hasta la calle y se despide con su habitual tristeza. Esta chica no tiene arreglo.
   A la mañana siguiente veo tras la ventana a Moussa, el senegalés, muy atareado Moussa es el encargado de ir abriendo los despachos y de dar las luces, además revisa los baños y cuida de que no haya un papel en el suelo. Lleva tres años en la compañía. Llegó por mar. Cinco de sus compañeros murieron, entre ellos una mujer embarazada y un chiquillo que ese día cumplía tres años. Trataba de hablarme en un francés que yo no entendía, mientras barría con diligencia todas las dependencias. Cobra un sueldo de miseria que reparte con una ETT. Pero es feliz. En su cabeza todos los días es fiesta.
  Tras dar las luces del despacho abre la ventana y me saluda. Es alto, fuerte y tan animoso que parece que fuera a abrazarte a cada momento.
-          Moussa has tenido mucha suerte.
-          Me han dado mi oportunidad y estoy agradecido.
   Con la última calada del cigarrillo tiene los ojos llorosos.
-          Un día me llevarás contigo a lo alto.
-          Me lo tienen prohibido. Pero te prometo que haré la vista gorda.
-          Quiero ver el todo Madrid.
-          Lo verás. Te lo aseguro.

      Al clarear distingo abajo un corrillo de gente. Alguien agita los brazos mientras los demás asienten con la cabeza. Luego desenrollan una pancarta. Los trabajadores de una compañía llevan dos meses sin cobrar. Hoy ha llegado uno de los jefes de sección a la oficina. Le acompañan su mujer y sus dos hijos con mochilas a la espalda. Los empleados les hacen corro, él es muy querido. Pronto le llega aviso al director. No tarda en aparecer con una radiante sonrisa. El recién llegado ni se digna a mirarle e ignora la mano tendida. El director se aleja cabreado.
  Tras consultar con su mujer y los niños, el jefe de sección abre la mochila más grande. De su interior se despliega como un gigantesco globo una tienda de campaña. La familia decide acampar en la moqueta hasta que el padre cobre los atrasos. No tarda en aparecer una pareja de vigilantes.
-          Aquí no se puede acampar – le advierte el que parece más despierto que se acerca levantando los brazos y girando las manos.
-          Ni se te ocurra tocarme.
   El jefe de sección manda entrar en la tienda a su mujer y a los niños y tras hacerlo mira desafiante a los vigilantes y cierra la cremallera. Los vigilantes apoyan las posaderas en una columna y esperan. El más espabilado saca un crucigrama y tras pensar un rato larga una pregunta a su compañero.
-          A ver si aciertas esta. Empieza por d y termina en o, tiene once letras.
   Tras pensar un rato el compañero se rinde.
-          Déjalo. Para mi es muy difícil.
-          ¿La sabes tú?
-          Está chupado.
  Los gritos siempre preceden a la jovencita que nunca llega a su hora. Entra corriendo -discutiendo con el conserje que bromea y le cierra el paso a los ascensores-, la bolsa de Zara golpeándole las rodillas; en su interior el taper oculto por una revista, la botella de agua y una manzana. Todas las mañanas para el despertador y se queda dormida hasta que los discretos golpes de su madre en la puerta la sacan del más dulce de los sueños. Se despereza y escucha la válvula de la olla expres girar y silbar expulsando el vapor que escapa por la ventana entreabierta. En la radio la voz grave del locutor da las siete. Lo sentimos hoy tendremos nublado, la temperatura apenas alcanzará los ocho grados.¡No saquéis más coches! Las vías están colapsadas.
-          Hija, date prisa. Se te echa encima la hora.  
  Ante el espejo se marca la línea de las cejas con un lápiz de punta fina mientras en la radio suena una canción melódica. Se abre la puerta y su madre asoma la cabeza para recordarle que se hace tarde. Como ha envejecido mamá. Sólo han pasado unos meses desde que papá la dejó por una jovencita de mi edad y ya no parece la misma. La madre se aleja arrastrando las zapatillas hacia la cocina. Apaga el fuego, deja que se enfríe la olla, quita la válvula disparándose en un largo silbido hacia el techo el vapor aprisionado, la desenrosca con gran esfuerzo, la destapa y se felicita de lo bien que huele.
-          Hija, hoy llevas unas lentejas con chorizo de chuparse los dedos. En cuanto se enfríen un poco las meto en el taper. Te pongo también una manzana que en la tele dicen que tiene mucha fibra.
-          No me agobies, mamá. Ya no soy una niña.
-          Para mí siempre serás mi niña del alma- la abraza como si no fuera a verla nunca más.
-          Mamá, suéltame que es tarde.
   La jovencita deja su casa en el extrarradio y baja corriendo al metro. Últimamente funciona con retraso. Continúas paradas y silenciosas y tensas esperas en el túnel. Cuando se vuelve la luz y coge asiento saca la revista de moda y oculta el taper con un pañuelo. Le da vergüenza que alguien descubra que come en la oficina. La primera vez que la sorprendí tras el cristal, comiendo a sus anchas en un despacho libre, utilizando como mantel el periódico del día, casi se atraganta.
-          Menudo susto me has dado.
-          No lo pretendía.
-          Noté una sombra en la ventana y casi me da un infarto.
-          La próxima vez silbaré para avisarte de mi presencia.
   Cierro la ventana y la dejo mordisqueando la manzana. Desciendo. Empiezo a tener hambre. Mucha hambre.
   Esta mañana he visto cómo se abría la cremallera de la tienda de campaña. El jefe de sección y su familia, tras mirar a uno y otro lado y comprobar que no estaban los vigilantes, han empezado a sacar botellas de leche, bolsas de café, Cola-Cao, la cafetera, mantequilla, mermelada y bollería del hipermercado. El cabeza de familia ha abierto su despacho y han entrado en tromba.
-          Papá, a las nueve y media empieza el colegio –le recuerda el más pequeño.
-          Hoy os tomaréis el día libre.
-          Pero, papá, tengo un examen.
-          No te preocupes que ya te lo harán otro día.
-          Tus hijos tienen obligaciones – le recrimina su mujer.
-          Cariño, hay que estar a las duras y a las maduras. Así entenderán porque no llega el dinero a casa.
-          Papá, yo estoy contigo, – le dice el mayor que disfruta de la aventura.

   Hay días en que el ajetreo es insoportable. Es un ir y venir, entrar y salir continuo de empleados y visitantes, se colapsan los ascensores, se bloquea las centralitas telefónicas. Cuando todo me supera me refugio en la azotea. Me gusta ver cambiar de color los edificios según los va rodeando el sol. Los cristales se vuelven tornasolados como el papel. Los empleados se transfiguran y dejan de ser humanos. Me llega un aroma a tabaco y descubro a Moussa que sestea, los ojos semicerrados, el cigarrillo casi apagado entre los dedos, mientras tararea canciones de su lejano país.
-          Tu cansado, hermano.
-          Un poco harto, Moussa. Hay días que no deberían estar en el calendario.
-          Y que lo digas.
-          No le des más vueltas. Tú estás vivo. Es lo que cuenta.
-          Claro, hermano. No hace falta que me lo recuerdes.
-          Perdona.
   Un día me tocó limpiar una zona lúdica. Iban a celebrar una fiesta y debía quedar como los chorros del oro. Estaba colgado afuera cuando empezaron a llegar los invitados. En el interior estaba dispuesto el escenario para el cocktail. Largas mesas adornadas con flores y repletas de canapés, los camareros de elegante smoking firmes y a la espera. Mae, la jefa de protocolo, una americana con la que practico inglés, paseaba nerviosa revisando la sala para que todo saliera perfecto.
-          Nos jugamos el futuro – me susurra al oído.
   Luego me enteré de que la fiesta era un reclamo para que un importante cliente firmara un contrato multimillonario, del que dependía la supervivencia de la empresa y los empleos de los que paseaban nerviosos mordiendo panecillos de caviar y sorbiendo Möet Chandon.
   Días después me la crucé en un pasillo.
-          ¿Han firmado?
-          Un contrato de este calibre no se firma de la noche a la mañana.
-          ¿Lo celebraremos?
-          Eso espero.
   Con depresión y un bebé. Así se presentó Rosa, una chica que trabaja por horas en un cubículo de la décima planta. Tiene un rostro en el que no asoma la sonrisa ni cuando te habla de su único hijo. Como si tenerlo fuera pecado.
-          Ha venido al mundo en el peor momento.
-          ¿Cómo puedes decir eso?
-          Es lo que siento.
-          Rosa, esa actitud no te ayudará. Ni a ti ni al bebé.
-          No veo salida.
-          Las crisis pasan.
   Rosa camina sobre cristales. Antes de venir aquí conducía una furgoneta en una urbanización, la dejaba en medio de la calle y corría a colgar las barras de pan de la puerta de los adosados. Una vez no puso el freno y el vehículo se le fue cuesta abajo, hasta una rotonda en donde quedó destrozado. Dejó ese trabajo por los nervios. Todas las mañanas tenía que burlar a un perro que gruñendo no le dejaba colgar el pan. O discutir con una vieja aburrida que le cerraba el paso para explicarle como se hacía el pan crujiente. Le daban cuatro duros y lo dejó por otros cuatro.
-          Hoy me han dado el ultimátum.
   Sabía lo que iba a venir después. Así que la he dejado hablar y hablar hasta que un torrente de lágrimas le ha cortado la palabra.
-          Mujer, algo se podrá hacer – trato de aliviarla.
-          Los bancos no perdonan.
-          ¿Y el bebé?
-          Se va con mis padres. Yo no puedo mantenerlo.
    Uno de los paneles de cristal contiguo al que estaba limpiando se ha descolgado y ha caído a la calle. A punto ha estado de rebanar el pescuezo a los que pasaban debajo. Algunos transeúntes han tenido que ser atendidos por los cortes. Con mis manos podía tocar parte del hueco dejado por el panel, de milagro no me ha golpeado en su caída.
-          Te dije que era muy peligroso.
-          Ha sido mala suerte.
   Me mira con sus ojos tristes, agita la bolsa de tila y profetiza:
-          Estar colgado ahí fuera, tarde o temprano tendrá consecuencias.

1 comentario:

  1. ¡Hola!, hacía tiempo que no leía algo tan bueno... Ayer en la noche me quedé dormida con la imagen del limpia cristales que podía ver de forma tan transparente trozos de vidas reales; ahora vuelvo a leer esta historia, testimonio objetivo y respetuoso de esta sociedad que vive muchas horas trabajando para la colmena, y que tiene un rostro cuando cree que nadie le ve.
    Además, creas de forma sencilla y cautivante la intriga, no puedes parar y decir luego sigo, necesitas ver la siguiente fotografía...
    ¡Enhorabuena! un afectuoso saludo

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