domingo, 20 de junio de 2010

Limpieza y plancha

   Ahí me veía yo a mis sesenta y un años echando papelitos por los buzones de la urbanización. Lo hacía de noche, a escondidas, cuando todos estaban recogidos viendo la televisión. Me veo obligada por las circunstancias, yo que como quien dice me había partido la espalda desde muy niña y ya podía disfrutar de una jubilación. Pero ya se sabe como son estas cosas. Un día abres los ojos y no tienes nada y más vale que no te preguntes como has llegado a esta situación, solo sirve para que te envenenes la sangre y odies a cualquier prójimo que se te cruce en el camino y más si es feliz. Vergüenza es lo que tengo, una vergüenza tan grande que por las noches me hace llorar sobre la almohada, pero qué le voy a hacer, hay que apechugar con lo que viene y lo único que tengo son arrestos para afrontar con lo que sea, aunque por dentro lo esté pasando muy mal. Pero si a los hijos les va mal alguien ha de arrimar el hombro hasta que vengan tiempos mejores. Y no le ha pasado solo a él, también mi nuera se ha quedado mano sobre mano. Ya es mala suerte.


   La primera vez dudé en dejar apuntado mi número de teléfono que no vaya a ser que vea el papelito una conocida y me saque los mil colores, pero luego me dije, Angustias no lo pienses más que tienes que sacar al nieto adelante y aquí estoy esperando que suene el dichoso teléfono. Y vaya si sonó el condenado, sobre todo la primera hora. Un desgraciado me dijo que todavía llevaba dodotis y que si se los cambiaba y me soltó un eructo que casi huelo la cerveza. Pero no paró ahí la cosa; luego llamaron unos niños, eso sí muy resalados, para decirme que les había abandonado su mamá y que si la señora estaba maciza, total que a punto estuve de no descolgar más el aparato. Pero sólo de pensar en mi nieto –lo que más quiero en este mundo, con tres añitos está para comérselo- y que estaban cerca los reyes, me dije Angustias no puedes rendirte. Así que continuaron las bromas, porque hay gente que no sabe estar. Hasta que descansaron los timbrazos.

   A eso de las diez llamó una de esas señoras que se la dan de muy finas, se la notaba en la voz tan almibarada y pidiendo mil excusas por la hora. Me pagaba trescientos cincuenta euros al mes y vi el cielo abierto. Cuando me dio la dirección a punto estuve de correr hasta su casa. Me citó para el día siguiente, a media tarde, en que me dijo estarían el marido y los chicos. Abrió la puerta un adolescente desgarbado con granos en la cara y un sonrojo tan grande que daba pena verle.



- Pase, mi madre la está esperando- me dijo turbado, los brazos colgándole desmadejados sobre una ropa que le quedaba pequeña.

   Un perrito como de juguete, tal parecía que le hubieran dado cuerda, vino correteando hasta mis pies el muy zalamero. Un Yorkshire creo que es la raza. La mujer, de unos cincuenta años, muy agraciada con el vestido azul que llevaba, se presentó con una amplia sonrisa y me explicó que el de la puerta era el hijo mayor, dieciséis años, en la edad difícil, mudando de piel, ya se sabe, y que tenía también una hija de catorce, que estaba en la habitación de la que llegaba una música atronadora. Me hizo pasar al suntuoso salón donde me sirvió una copa de jerez con almendras y llamó a su marido que estaba en el despacho revisando unos papeles. Era un hombre de aspecto agradable y como ajeno a la situación pero ella se creyó en la obligación de presentármelo. Entonces fue cuando me enteré de que no las tenía todas conmigo. La señora muy amable y como disculpándose me apuntó que había otras candidatas. Haciendo un mohín con los labios reconoció que eran rumanas, polacas y hasta sudamericanas, y que se ofrecían baratas y con referencias. Me acordé entonces de cuando arrancaba las notas pegadas en tiras en los corchos de los supermercados y paradas de autobús con aquello de señora seria y responsable, se ofrece para trabajar en labores domésticas, cuidar niños, planchar...y vete tú a saber. Se me encendía la sangre con eso de la emigración. Yo que había pasado una guerra veía como ahora venían estas de fuera a quitarme el pan de mi nieto. Válgame dios, que tiene bemoles la cosa.

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