Hace unos años un famoso portero de fútbol confesó: "No me faltaban cosas materiales, aunque sí valores morales, sentimentales y religiosos. Cuando eso falla, hay riesgo". El portero italiano Gianluigi Buffon, campeón del mundo en 2006 y señalado por muchos como el mejor portero del planeta, reconocía en un libro publicado hace dos años haber sufrido una severa depresión y haberse sometido a análisis con un psicólogo. Buffon reveló cómo pasó por un "agujero negro" durante seis meses, de diciembre de 2003 a junio de 2004.
Ahora otra deportista famosa y española, Edurne Pasaban considerada por muchos la mujer de hierro ha confesado a varios medios de comunicación:
"Mi gran agujero es la vida personal"
La valentía de estos dos famosos por descubrir su techo de cristal es un modelo de comportamiento que no debe caer en el olvido. Buffon y Edurne revelan la insatisfacción de la vida y como su fortaleza física y mental -hay que tenerla en sus respectivos deportes- no les defiende de un derrumbe emocional. Para ambos su problema estaba escondido, probablemente desde la infancia, hasta que el dique se ha roto y las compuertas han liberado su inseguridad.
Los agujeros negros que todos llevamos en el alma acaban pasando factura. Hay que estar preparados para el desmoronamiento. Este puede llegar de imprevisto, sin avisar y cuando a uno lo atrapa necesita de la ayuda de los demás para ser liberado. Así lo reconoce Edurne quien de pronto se vio ante el espejo de esta forma:
"La poca fuerza que tengo en el día a día, la poca autoestima, la poca capacidad de aplicar la energía y fuerza mental de la montaña en la vida cotidiana..." Nuestra vida pende de un hilo, hay que ser consciente de ello.
En el siguiente relato el protagonista descubre su caída en picado.
Empecé con un leve
tartamudeo, apenas perceptible. Al principio no le di importancia, la noche
anterior no había pegado ojo. Pero cuando tenía alguien delante volvía el
trabalenguas. Mis balbuceos hacían penosa cualquier conversación. Si el
interlocutor era un conocido me miraba extrañado y me compadecía como si
tuviera un mal día. La conversación terminaba siempre de forma abrupta. Exponía
mil excusas ininteligibles y me alejaba encolerizado. Luego, me pasaba la tarde
vocalizando ante el espejo. Incansable, con fluidez y estilo. Al cabo de tres
horas, en que mi voz era apenas audible, venía de nuevo el atranque.
Cuando ayer traté
de explicarle mi problema a un allegado me entró una risa nerviosa; una de esas
risas contagiosas que te hacen pasar en segundos de gracioso a imbécil. Le dejé
con la palabra en la boca y regresé a casa jadeando. Me di sesiones de risa
ante el espejo por ver si el espasmo aflojaba y desaparecían las contracciones
que me torturaban.
A la mañana
siguiente me levanté bostezando. Como sucede cuando estás somnoliento el
bostezo se fue espaciando a lo largo del día. Abría la boca mostrando encías y
paladar a las horas más impensadas y en los lugares más insospechados. Mi
interlocutor me tomaba por un maleducado cuando no por un cretino. Un día perdí
el apetito. La cuchara quedó suspendida en lo alto. Mi mano no se movía. Era
una sensación de estar y no estar al mismo tiempo. Traté de contarme un cuento.
Cada vez el relato se espaciaba más, perdía el hilo a causa de mis largos y
sonoros bostezos. La cuchara sigue en lo alto. La miro alelado. Alguien gira la
silla de ruedas y me lleva pasillo adelante.
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